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Relatos en tiempos del Coronavirus

Escrito por Beatriz Rodríguez Herráez

Hace unos días un profesor de la Facultad propuso invitar a la comunidad universitaria a desarrollar su creatividad a través de la redacción de relatos o microrrelatos en los que apareciera el tema del Coronavirus. En este espacio publicaremos los relatos que nos enviéis. Esperamos sirvan para sentirnos más cerca y para hacer más llevadero este tiempo de confinamiento.

¡Gracias a todos por vuestra colaboración y acompañamiento! Han sido días difíciles pero con estos relatos/poemas que nos habéis compartido todo ha resultado más llevadero.

 

UNDÉCIMO RELATO

POR LAS MADRES CONFINADAS

(Javier Barraca Mairal)

 

Por las madres confinadas

que cerca esta primavera

 y hoy son rosas prisioneras

cual en las floristerías,

va aquí esta copla desnuda

 este ramito de letras.  

 

Ellas viven como arenas

solitarias en sus islas.

Palmeras y playas mudas

languidecen sin la brisa

ni las olas de las risas

de las presencias amigas.

Sus hojas saben a dunas

desterradas de la lluvia.

 

Pues la flor de la caricia,

por culpa del agrio encierro

que las recluye y aísla,

no puede hoy visitarlas,

que las visite este ramo

de besos y poesía.

Y las acaricie un verso,

pétalo de seda tierno.

 

 Que les alcance el aroma

de la palabra, cual nardo.

Y las abracen las voces

que las buscan, como el río

de la mar busca el regazo.

Que a sus puertas el sol llegue

cálido de algún cariño.

Y las encuentren los sones

vibrantes de nuestros seres.

 

DÉCIMO RELATO

AQUEL DOMINGO

(Pablo Alzola Cerero)

 

Aquel domingo él decidió salir con su hija Cleo, de cinco años, a estirar las piernas. Pocos días atrás, el Gobierno había decretado el permiso para que los padres y sus hijos pequeños pudieran salir de casa a dar un paseo de una hora como máximo. Era temprano, las calles del barrio estaban desiertas y en ellas se había posado la niebla. Tras salir del portal, Cleo y él enfilaron la larga avenida y se dirigieron hacia los contenedores que había junto a la estación de Cercanías. Él llevaba una bolsa de basura con algunos bártulos que, después del largo confinamiento causado por la pandemia, había juzgado inservibles; entre ellos, cuatro casetes de María Dolores Pradera que le regaló su padre, el abuelo de Cleo, quien había fallecido hacía unos días. Vivía en una residencia de mayores de la zona Sur y al entierro acudieron solamente sus dos hermanas, con las que él no hablaba desde la merienda del último día de Reyes, que fue sin duda un encuentro tenso. El hecho de no haber visto el cuerpo de su padre le hacía pensar que tal vez se tratara de una confusión y que, en realidad, no había muerto. Y mientras él revolvía estos pensamientos, su hija tarareaba algo en voz alta, agarrada de su mano. Una vez llegaron a los contenedores, él empezó a vaciar el contenido de la bolsa hasta que, en el momento en que iba a tirar la primera casete, una voz lo detuvo:

—¿No las quiere?—se dio la vuelta y vio a un hombre de su estatura, con una mascarilla blanca que le cubría gran parte del rostro—. ¿Le importa que me las quede?—él se encogió de hombros y le ofreció las cuatro casetes, que el hombre metió enseguida en los bolsillos de su gabardina—. ¿De qué veníais hablando entre los dos?—Tal familiaridad le desconcertó, y no supo que responder; así que tiró de la mano de Cleo para que siguieran andando.

Al cabo de unos metros, él se percató de que el hombre de la gabardina les seguía a poca distancia. Aminoró el paso y su hija le miró. El hombre se acercó, y les dijo:

—¿No tendréis algo para desayunar? Veréis, yo no...

—Quédate con nosotros—le interrumpió Cleo, con su voz chillona. Segundos después, él le hizo un gesto con la cabeza para que los acompañara. Y comenzando por el mes de marzo, aquel hombre les contó la historia de un extraño viaje que había hecho subido a una cama, a un lugar que, decía, escapaba a todo intento de describirlo. Cuando alcanzaron el portal de su casa, él le hizo otro gesto al hombre para que esperase allí. Subió a casa con Cleo, y en un santiamén prepararon entre los dos un termo de café con leche y un táper con tres cruasanes secos del jueves anterior. Volvieron a bajar y se sentaron los tres en los escalones entre la calle y el portal. Y cuando estaban sentados en los escalones el hombre tomó uno de los cruasanes, lo partió y se lo ofreció. Al poco tiempo, acabaron de desayunar, se despidieron y él regresó con Cleo a casa.

Ese mismo día, a la hora de comer, Cleo empezó a tararear algo mientras enrollaba los espaguetis en el tenedor.

—¿Qué cantas, Cleo?—él se dio cuenta de que tarareaba «El tiempo que te quede libre», la misma tonadilla que había tarareado el hombre de la gabardina cuando se alejaba de ellos con una sonrisa. Y al instante se levantó, con el corazón acelerado, y se quedó muy quieto mientras Cleo le miraba.

NOVENO RELATO

SIN SALIDA

(Carolina Valderrey Uzquiano)

Era un día gris, como todos los anteriores desde que había entrado aquí. Vi como el cristal de la venta, la única de la que disponíamos, empezaba a empañarse debido a mi respiración y al frío día. Cada vez se me hacía más difícil ver el exterior. Había empezado a llover. 

− Eso es, diecinueve de abril del dos mil veinte, muy bien. 

Ya estaba aquí otra vez, esa voz que día tras día repetía la fecha en la que nos encontrábamos. Treinta y seis días. Un mes y seis días eran los que lleva encerrada en este sitio. No sé distinguir si son muchos o son pocos, desde que entré, todos los días me resultaban igual y todos los días hacía lo mismo: mirar por la ventana hasta que dejaba de ver lo que sucedía fuera. Pero hoy era distinto. Me costaba respirar más de lo habitual y mis ganas de hacerme daño iban en aumento. Treinta y seis días que no veía a la gente que quería y empiezo a pensar que desconocen donde estoy. Si es que estoy. 

Había mucha más gente conmigo, pero no me interesaban, estaba bien sola y aunque se me hiciese duro, así tenía que ser. Siempre he preferido permanecer alejada y observar como se relacionaban el resto. 

Los días seguían su curso y yo con ellos. Me despertaba tarde, pues allí la única norma era no hacer daño. Desayunaba mirando hacia la ventana. Hacía ejercicio. Leía. Observaba. Lloraba. Luego charla grupal donde mi mente estaba ausente. Sentarme al lado de la ventana y no entender por qué ya no salía el sol. Y la noche. Nadie dijo que esto fuera sencillo, por ello yo no me separaba de mi bolsa. Esa bolsa era la única que podía recuperar mi nivel de respiración durante y después del caos. 

− Hoy, nueve de mayo del dos mil veinte tenemos una buena noticia. Quiero que todos nos despidamos de A. 

¿Habéis oído eso? Después de cincuenta y seis días, por fin puedo irme. Tras casi dos meses encerrada, por fin puedo ver el mundo real sin un cristal que nos separe. Puedo, por fin, respirar. Ya no llueve. He dejado de llorar. El sol está saliendo. 

Me despedí de todos y pensé que no era una despedida, sino un “hasta luego”. Después de todo, A siempre vuelve. La Ansiedad nunca se va, solo se duerme. 

OCTAVO RELATO

NEWTON Y LA CREATIVIDAD EN EL CONFINAMIENTO

(Pablo Martínez de Anguita)

 

Isaac Newton nació el 4 de enero de 1643 y para tranquilidad de su madre fue varón. El siglo XVII de Newton, como un siglo más tarde mostraría Jane Austen en sus novelas tan románticas como “Sentido y Sensibilidad”, encierra una situación más dramática que la búsqueda femenina del perfecto MrDarcy ante el cual una mujer podía caer rendida a sus pies. El problema de las mujeres en aquella Inglaterra victoriana y su época previa, era que no podían heredar legalmente tierras. Solo los varones lo hacían. Y doña Hannah Ayscough, tras quedarse embarazada en 1642 había enviudado a los pocos meses.

Si hubiera tenido una hija, habría perdió todas las tierras de su marido a favor de un primo de éste y tendría que haber abandonado la finca de Woolsthorpe Manor. Pero Isaac Newton fue varón, hijo póstumo e hijo único. Y esta situación hizo que aquel joven prometedor genio casi se quedara sin ir a la universidad, ya que su madre tenía miedo de que nadie se quedar al cuidado de la finca. Gracias a Dios un tío suyo convenció a Doña Hannah, e Isaac pudo graduarse en el Trinity College de la Universidad de Cambridge, donde  ¡quién lo iba a decir! , fue un estudiante mediocre… 

Hasta que tras tres años de universidad una terrible epidemia de Peste Negra se cernió por todo el Reino Unido. Y en la primavera de 1665 Newton, recién graduado, como todos sus compañeros tuvo que confinarse de nuevo en su casa de campo con su madre… La peste había escapado a todo control y como hoy, prácticamente cada día se recontaban los fallecidos. Dicen incluso que aquello fue el inicio de la ciencia de la demografía.

Y entonces sucedió lo que él llamó “su año milagroso”. En los 18 meses que le duró el confinamiento (¡18 meses…!, ¡sí!, escucharon bien) empezó a fijarse en algunas cosas.

Cuenta una tradición que su madre feliz de tenerle de nuevo en casa le mando a que cuidara las ovejas al campo (¡qué interesante resulta contrastar este dato con la necesidad de mano de obra hoy en el sector agrícola y ganadero español que requiere 150.000 temporeros que no pueden llegar al agro español a recoger las cosechas o a esquilar las ovejas). Pero la señora Ayscough pronto se dio cuenta de que algo fallaba. Doña Hannah desesperada vio que las ovejas andaban dispersas por el monte a la hora de recogerse día tras día. 

-       ¡Isaac¡– le gritó desconsolada a aquel joven genio con síntomas de Aspergen- . ¿Se puede saber a qué te dedicas? Las ovejas están desparramadas por el campo.

-       Es que se ha caído una manzana – le respondió Newton.

-       Hijo – le contestó su madre al borde de la desesperación – Toda las cosas se caen.

Pero Isaac Newton seguía absorto mirando al cielo atardeciendo.

-       No, mamá... todas las cosas no, mira la luna… ella no se cae.

Y Newton siguió cavilando al ver la manzana en el suelo y la luna en el cielo. Si las leyes son comunes a ambas entonces debe ser que “la fuerza que hace que la manzana caiga de la rama es la misma fuerza que hace que la Luna no caiga de su órbita...”, y si una cosa se cae y otra no debe ser debido a sus propiedades intrínsecas y relativas, que pueden ser dos, su masa y la distancia a la que se encuentran, así que si la atracción es proporcional a la primera de ellas pero inversamente proporcional a la segunda… ¡pues claro! ¡Eureka!…

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La madre volvió a casa aceptando la genialidad de su hijo aún sin entender el misterio que había desentrañado su aún joven Newton. Aquel científico absorto en la observación de hechos cotidianos se definió a sí mismo como “un niño pequeño que, jugando en la playa, encontraba de tarde en tarde un guijarro más fino o una concha más bonita de lo normal, ante quien el océano de la verdad se extendía, inexplorado.” Y nos cambió el mundo.

Y lo hizo entre otras cosas porque se confinó. Puso los cimientos de la autonomía de fuerzas en el universo, había encontrado la fuerza de gravitación universal, a la que en el caso de la luna se le oponía una fuerza centrípeta que la luna siguiera en movimiento sin caer debida a su velocidad. 

No solo se quedó ahí. En “su año maravilloso” además de formular la gravitación universal revolucionó las matemáticas inventando el cálculo infinitesimal, formuló las leyes fundamentales de la mecánica y reinventó la óptica (nos descubrió los colores básicos). Todo ello confinado y sin internet.

Dicen los entendidos en emprendimiento que la genialidad creativa surge en las tres “Bs”: “Bath, Bed and Bus”. Que la mente cuando tiene preguntas adecuadamente formuladas no descansa aunque nosotros si lo hagamos. Y que conviene que lo hagamos (descansar, me refiero). Porque es justamente cuando se relaja la mente con un problema en su haber, cuando fluye la creatividad. Y esto sucede cuando dejamos de pensar en la necesidad de resolverlo. Así sucede cuando nos cae ese hilo de gustosa agua caliente en la ducha por el cogote, cuando nos amodorramos en la cama o en la ventana de un autobús viajando… o cuando nos despertamos un poco antes de la hora, y aún las preocupaciones y tensiones del día no nos han agobiado hasta dejarnos llevar por lo urgente y obviar muchas veces realidades esenciales y básicas que están a la espera de ser vistas por el ojo despierto del investigador atento. Atento pero relajado.

Es verdad que hablar de “estar relajado” es difícil en esta situación. Especialmente para los investigadores profesores más jóvenes, que están que se suben por las paredes por tener que “cuidarle los nietos a sus padres”. Pero también es cierto que para otros muchos que ya somos algo mayores, nos sucede que tenemos la suerte de que la energía invertida es menor que el trabajo producido por los hijos (como explicaba ese indicador de explotaciones petroleras, el Energy Return On Investment, EROI, por el cual un pozo era rentable si el equivalente energético del petróleo extraído era superior a la energía empleada en el trabajo de extraerlo). Por lo menos, para los que somos tan afortunados que nuestro hijos son más una ayuda que una tarea, y que no estamos de duelo directo, este tiempo puede ser un paréntesis de “Bus, Bed and Bath”.

No pido ni mucho menos 18 meses de confinamiento como tuvo Newton, gracias a los cuales pudo escribir posteriormente los Philosophiæ naturalis principia mathematica. Éstos, por cierto, fueron escritos gracia a la ayuda de un amigo de la rival Universidad de Oxford, Sir Edmund Halley, quien tuvo la humildad de ir a visitar a Newton para recoger los frutos de aquel encierro (algo así como si un entrenador del Real Madrid se fuera a aprender humildemente de Messi en la Masía del Barça)

Pero lo que si me pido, y animo a quienes se encuentren en circunstancias similares a la mía, es que no dejen de aprovechar estos días para repensar muchas cosas que tenemos pendientes en el trastero de la mente, de mirar de nuevo nuestro trabajo, nuestro objeto de estudio y de dejar fluir la creatividad y la imaginación. De charlar con un colega sobre lo que hacemos y pensamos sin más intención y gusto que el de una buena conversación científica, sin mejor búsqueda que volver a enamorarnos de esa realidad que nos sigue fascinando como investigadores. Creo que podrá ser un relajante ante la tensión de la situación actual, y quién sabe si alguno (como yo) acabará dando gracias por estas semanas tan productivas en muchos ámbitos de la vida lejos del laboratorio, en la cual estar embebidos en una reflexión profunda y enamorada sobre lo que hacemos y lo que buscamos. Igual encontramos algo inesperado y valioso una mañana al ducharnos, y ese descubrimiento se convierta en una idea esencial para unos cuantos años de carrera e investigación. ¡Ánimo!

SÉPTIMO RELATO

CON, HASTA EL FIN.

(Lourdes Bononato Pérez)

 

Sale otro día más, como cada mañana. 

Riega las plantas de su balcón. Aunque eso parece más bien una jungla. Apenas se la ve. 

Está rodeada. Su balcón se hace hilera hasta rozar el balcón siguiente, y apenas se la ve. Todas las plantas que posee son rescatadas. 

Cómo no, ella se llama Rosa. 

Rosa amenaza con tirarle lejía a aquellos que se atrevan a incumplir alguna norma en su calle. No en su calle. 

Hace nada fue su cumpleaños, y en la calle sonó la canción correspondiente. Y Pont Aeri. Y Rosa fumó más de lo normal ese día en su balcón. 

Tiene cinco perros y dos gatos. Como sus plantas, todos sus animales son rescatados. Les suele sacar a pasear un par de veces al día, quizás ahora cuatro. Pero primero saca a cuatro de ellos. 

El caniche va al final, por separado. Y la calle es suya. Y la disfruta como nada. Como solíamos hacer.

La madre de Rosa vive en el portal de al lado, tiene demencia senil y está sola. 

Ella le lleva comida, pero ya no puede casi ni hacer eso. Con la edad que tiene su madre, es considerada persona de riesgo. Absoluto. 

Y no debemos relajarnos ante estas restricciones.  

El resultado podría ser fatal.

A su lado viven dos chicas más jóvenes que Rosa, pero se llevan igualmente bien. Mejor dicho. Se llevan de puta madre. Una es murciana, y la otra… La otra no. 

Suelen descuidar las normas de seguridad y comparten cigarrillos de vez en cuando. Ellas, a grito peláo, los llaman así. Y yo sí que me parto de risa. 

La que parece que fuma más es Myriam. La murciana. 

Hace más escapadas en solitario al balcón. Aprovecha cada rayo de sol que deslumbra en su dirección. Les da durante bastantes horas cuando hay. 

Y cuando hay, se sabe. Y hay más gente en los balcones.

Y se respira mejor. Creo que son sus ratos favoritos. 

Encima está Jesús. 

Él tiene acento argentino, aunque es de Segovia. 

Vivió en Buenos Aires muchos años por trabajo, y confiesa haber sido mucho más feliz allí. 

Fuma muy de vez en cuando. Si eso significa cada mañana, y cada noche, pero solo un par de pitillos. 

Su ventana da a una pared repleta de libros. Espero que se los haya leído todos. Muchos, hasta dos veces. Seguro.

A la izquierda quedan dos balcones, junto a Jesús. Pero hay un cartel. 

 

PISOS MALASAÑA

SE VENDE 

609 90 89 632

 

Hasta la fecha no tengo datos sobre vecinos de ese piso.

Aunque debo confesar que he llamado. Sí. 

Me encanta saber de las casas. Cuánto cuestan, cuánto valen en realidad, qué podrían ser, qué vieron sus paredes... Algún día quizás podría ser mía. O nuestra. 

Pero debajo. No en el piso de Rosa. Sino debajo de la hiedra. Ahí viven no una, ni dos, ni tres. Sino tres personas. Una pareja de chicos y una chica. 

Aunque la pareja realmente son el de pelo largo y la rubia. Y no el de la barba. 

Este otro presenta una soltería aparente. 

No pondría la mano en el fuego, pero el de la barba sufre su amor hacia el pelo largo de su compañero, en silencio. 

Aún así, los tres parecen muy ocupados. Incluso desde el balcón. El teletrabajo parece estar afectándoles. 

En el edificio de al  lado también están sucediendo cosas. 

Éste tiene una azotea, dividida en dos. 

En el lado izquierdo, un hombre salió una vez. No salió más. Pero a su lado, una mujer de rizos negros, sale cada día. 

Tiene un toldo improvisado con una tela cuadrada, formando un rombo, atado a un palo y varias esquinas de su terraza. 

Al menos tiene mejor pinta que la de al lado. Se nota que la cuida. Y que sale. 

Tiene una ventana que da a una cocina.

Me preguntó qué café beberá. Siempre la veo hacer café.

Debajo veo una estantería, y sólo hay un par de desodorantes, cada uno en una balda, y un despertador. 

Está en la casa de abajo, donde a veces parece que vive un tío. Otras podrían ser tres. Otras, uno de ellos, parece una mujer. 

A su lado hay una pareja. Son de mediana edad. Incluso me atrevería a decir jóvenes. 

Se siguen sintiendo jóvenes, y siempre se sentirán así. 

Parecen tranquilos, pero no dudan en mantener la chispa. 

Leen bastante. Junto a la ventana. Uno enfrente del otro. 

Siempre se sientan el uno enfrente del otro. 

Pasan mucho tiempo en silencio. Leyendo en la ventana. 

Beben vino algunas noches, y comparten un cigarro, asomados a la ventana. Luego siguen bailando.

Lamentablemente ese edificio, no tiene balcones, y el sol que les da lo toman desde el salón. El uno frente al otro. Como todo lo demás. Como siempre.

Un poco más abajo vive Pedro. Aunque Pedro, como Jesús, vive solo. 

Es informático y veo su habitación, pero también su salón. Y siento ganas de limpiar. Y de tirar mucha mierda. Y de tocar la guitarra. Y de componer una canción. Y de escribir un libro. 

Son sentimientos contradictorios. Sí. También. 

Pero Pedro, a parte de aparentar sufrir el síndrome de Diógenes, se pasa las tardes practicando con su guitarra. Y también simula componer. Aún no he escuchado ninguna. 

Llegó a asomar su cabeza por la ventana, y su ukelele, como el mío, y a tocar conmigo La Flaca de Andrés Calamaro, un feliz jueves de confinamiento. Más feliz que otros jueves corrientes. 

En el edificio siguiente, el cual vuelve a tener balcones y por lo tanto, es más bonito que el anterior, vive un señor. En la primera planta. Que se asoma al segundo balcón de vez en cuando. 

No tiene pelo sobre la cabeza, pero sí tiene un buen repertorio para su tocadiscos. 

Lo único que soy capaz de ver en su salón es una planta. Casi una palmera. Y un tocadiscos. Que de vez en cuando gira, y suena. Y suena muy bien. 

En esos días abro mi balcón. Casi enfrente del suyo. Y paro mi música, y escucho la suya. Y siento que está compartiendo algo muy suyo. Conmigo. Y los demás. Y es brutal. Y ese es mi barrio.

No solían ser más que vecinos.

Pero son mis vecinos. Y me alegro de estar aquí. 

Quizás exista una doble cara en todo esto. 

Vemos la de detrás, del televisor. 

Pero delante seguimos nosotros. Y estamos viéndola. Absortos. Convencidos. 

Y no nos vemos.

 

“A causa de un empanamiento global

y con ello, caídas de babas masivas ante televisores, 

más del 80% de la población se haya ahogada en sus domicilios. Los servicios de buzo están colapsados y ruegan el apoyo colectivo, pidiendo que apaguen los suyos.”

 

Éste es un mensaje, cuanto menos, surrealista. 

Pero sigue teniendo en su esencia lo realista. Es cierto. 

He transformado una realidad en un mero chiste metafórico, pero no quita que, unos, más que otros, sigamos inyectándonos de miedo, cuando sigue habiendo esperanza en nuestros balcones y vida en nosotros. 

Asómense a sus balcones. 

Y brillen con el sol. 

Y sigan viviendo.

PRIMER SONETO

(Ricardo Moreno Roxdríguez)

 

Cuando la oscura sombra haya pasado

Y podamos volver a regalarnos

Vagar sin rumbo, el sol, tal vez mirarnos

A los ojos sabiendo que ha tocado

 

La primera trompeta, pero el hado

Nos concedió otro día para hallarnos,

Resurgir fuertes y así consolarnos

Por quienes cayeron, por lo llorado,

 

No olvidemos el aplauso a la noche

del día vencido, ni el aislamiento,

Ni el temor por los nuestros, o el derroche

 

De ayuda entre iguales, que como el viento

Corrimos a ayudarnos sin reproche, 

Y resistir se tornó en nuestro aliento.

SEXTO RELATO

¡CAMPEONES DEL MUNDO!

(Gonzalo Viñuales Ferreiro)

 

Año 3081 d.C. En algún lugar no referenciado por seguridad de la actual localización número M-564025, ayer conocida como la antigua ciudad de Madrid. Hace calor. En el edificio globular de superficie acristalada rebotan los rayos del sol. Dentro, los androides del Laboratorio Milenio2 trasladan en una vitrina hermética anti-láser el objeto número de inventario S-743555. Datado a principios del siglo XXI, gracias al rastreo de las mega bases de datos ha sido identificado como Apple iPhone 11, un rudimentario aparato de teléfono inteligente. Fue descubierto fortuitamente entre los restos de una estructura soterrada durante las operaciones de desescombro llevadas a cabo después de que un pequeño asteroide impactara sobre un complejo capsular residencial. Los Técnicos de la Comisión de Antigüedades han logrado reparar el viejo terminal y descodificar un archivo. Su reconstrucción ha exigido un trabajo minucioso y preciso, de cirujanos. En el centro de la cibersala, la S.A.M.N. (Suprema Autoridad de la Memoria Nacional) está supervisando en persona este momento histórico para el país. Un país paralizado por este momento histórico. La señal audiovisual se está emitiendo para todo el territorio. Entre la población se ha extendido el rumor de que puede ser la única prueba documental que se ha conservado, hasta la fecha, de la Final del Deporte Fútbol que hizo campeona del mundo a nuestra antigua selección nacional allá por el año 2010, el milenio pasado. Contar con dicha evidencia sería un grandísimo honor para la nación, revivir el haber alcanzado la gloria, ¡Campeones del Mundo!

 

Expuesta como la joya de la corona, tras el cristal blindado la pieza resulta verdaderamente arcaica y anacrónica, un pedazo de metal oxidado y deforme, y despierta serias dudas de que hubiera podido gozar de alguna utilidad. A pesar del secretismo de la investigación, se ha filtrado que el archivo del que hablamos podría ser una imagen, una fotografía pero de ínfima calidad. Y muy dañada. Se trataría, en principio, de la imagen de portada de un periódico, un formato clásico de comunicación de aquella vetusta época. Junto al expositor, de pie y uniformado, forma todo el panel de expertos en Paleografía antigua encargados de interpretar los signos tipográficos escritos en español añejo que, aunque algo evanescentes, han alcanzado a leer en la imagen. Fuera hace calor. Dentro, y en todos los hogares, la expectación es altísima. De un instante a otro se hará público el texto. El Jefe de Patrimonio recibe la autorización solemne y de pronto se hace un silencio cósmico: “El Covid-19 ha terminado. La OMS confirma el fin de la pandemia”, pronuncia con voz rutinaria y monocorde el mensaje descifrado de la imagen. Frente al esperado estallido de júbilo, se mantiene el silencio cósmico previo. ¡Qué decepción! Un sentimiento de desconsuelo embarga el recinto. Un verdadero jarro de agua fría. La Suprema Autoridad de la Memoria Nacional inicia un tímido aplauso, al que se suman los presentes, más protocolario que sentido, en reconocimiento a la gran labor de los expertos. Pero todos saben que no se han cumplido las expectativas generadas por la posible noticia y el ambiente se torna en un sonoro murmullo teñido de cierto desengaño, que se extiende por todos los hogares. La señal deja de emitir.

 

Un milenio después, hoy en el año 3081 d.C., toda la nación recuerda con absoluta nitidez lo que fue el Covid-19. Nada nuevo bajo el sol. El Covid-19 cambió al mundo y el mundo cambió con él. Hasta los niños lo recuerdan en la escuela. Aún hoy, diez siglos después, se mantiene el “Día del Homenaje a los que se Fueron”, ofrenda emocionada y profunda a todos nuestros muertos que perdieron la batalla contra el virus, a los que recordamos con suma tristeza. Aún hoy, y han llovido ya cien décadas, se mantiene el “Tributo a la Salud”, tasa fiscal para sufragar gastos sanitarios extraordinarios y garantizar máxima seguridad al personal. Aún hoy, en nuestro siglo XXXI, conservamos la expresión castiza, “Madrid acabó con el Covid”, para referirnos a algo que nos resulta casi imposible pero que al final se convierte, con el esfuerzo y la colaboración de todos, en una realidad feliz. Y aún hoy, y han pasado ya más de mil años, en todos los hogares, todas las mañanas, todos los miembros de todas las familias se dan un beso y un abrazo como recuerdo de los abrazos y de los besos que se dejaron de dar nuestros antepasados durante el tiempo del confinamiento. Y por si lo queréis saber, sí, España volvió a ganar un Mundial, el Mundial de la Solidaridad 2020, ¡Campeones del Mundo!

 

 

QUINTO RELATO

EL MERCADO DESMARCADO

(José Manuel Santa Cruz Chao)

 

Día de primavera. Hoy me he ganado lo que como, o eso creo yo. He rendido normalmente donde dicen que trabajo. Estoy en casa confinado por esta pandemia insufrible. El galeno ya me indicó que, cómo no, tengo el colesterol alto. La dieta que debo asumir debe contener alimentos que ayuden a la pastilla diaria que me tomo. Mi pareja me aconseja que comer animalitos de agua suele ser bueno para estos cronismos.

 Bajo a la calle para hacer la compra casi semanal, entrando en un súper, híper o como demonios se diga. Inevitablemente me sigo llevando latas y comida súper, hiperpreparada. Me dirijo a la zona de pescadería atendida por buenas mujeres del altiplano lejano; a mi llegada me saludan interesadamente para no retirarse y pensar al cerrar que todo el pescado está vendido:

- Buenos días, caballero, me indican.

Contesto con la poca vergüenza que me caracteriza:

- Buenos días, féminas de altura.

- ¿Desea usted pescado? Lo tenemos expuesto. Tenemos gallitos, lustrosa pescadilla, lubina de casicorral y doradas todas iguales.

- La verdad es que necesito peces de más sabor. ¡Sardinas! ¿Tenéis sardinas?

- Ooohh señor, claro que sí. Veo que le gustan los sabores fuertes. Y olores, pensé yo.

La mujer pequeña me indicó el lugar donde reposaban unos animales adiestradamente colocados diciéndome:

- Aquí tiene las sardinas.

Yo puse cara de circunstancia. Me imagino que idealmente parecía un Kevin Kostner con branquias. No pude evitar decir que laspilchardus parecían muertas.

Mariela me contestó asombrada que todos los pescados expuestos estaban muertos. Le indiqué que no me estaba entendiendo.

- Señor, señor, no le entiendo, exclamó. Estas sardinas, todas, están muertas.

La verdad, y dicho con respeto, es que todas las pescaderas me parecían iguales.

- Querida Nancy, no me entiendes, le espeté. Yo no busco peces que parezcan muertos sino que parezca que están vivos.

- Señor, no se burle de mí, no alcanzo a entenderle, explíquemelo…

- Mira Yameli, lo que yo quiero son sardinas que parezcan vivas. Si parece que están muertas es que están excesivamente muertas.

-Claro, claro, entiendo. Que el pescado no está fresco...

 

 

CUARTO RELATO

MAR MÁS, YO NO SOLA

(José Manuel Santa Cruz Chao)

Es un día elegido, es un día preparado, no es casual mi estancia aquí. Me encuentro sola, de momento. Más tarde aparecerán amigos, conocidos y seguramente alguien más singular.

Estoy echada frente a Mar, hoy muy rebelde, cabezota como yo, acariciando y machacando la misma costa, contemplando su inevitable viveza, su inconmensurable mesura y su continuada constancia.

Me siento algo pequeña y liviana, algo lenta, algo bloqueada, de alguna forma algo paralizada; tanta belleza me inmoviliza.

Los días pasan y otros se acercan, terriblemente diferentes al acabarse y a la vez siempre más iguales.

Debo aprovechar esta paz, esta losa de tranquilidad, de sosiego estruendoso provocado por el enemigo virulento e invisible que nos ataca.

Fundamentalmente he venido a broncear parte de mi cuerpo, el sol aquí no es diario y debo aprovechar. Toda la villa hace lo mismo, habla aquí en la playa, comenta, incluso come. Este año se guardan las distancias. Mar es testigo de todo esto y algunas de sus olas retozan altaneras.

Quiero ahora que venga quien espero. Debo pensar y prepararme para este encuentro, transcendental hoy y menos o más mañana. Acaba una ola de romper mis pensamientos con un fuerte ruido, más un rugido de fortaleza. Instintiva e inevitablemente levanto mis manos y protejo mi faz, mis ojos. ¡Qué incombustible belleza!

 Decido, para cambiar el escenario, deslizarme e iniciar una pequeña travesía cerca de la variante linde arena y agua. Incluso miro a los horizontes geográficos o personales intentando divisar, adivinar, constatar que mi visitante viene. Yo no puedo ir a buscarle. Siempre nos queremos aquí y viajamos a la isla cercana donde somos más iguales, donde podemos viajar, nadar y bucear juntos.

 Ya viene, con luz de oeste. Su silueta difuminada destella, mi deseo va a suceder, qué gustosa intranquilidad.

 Vamos, mi existencia. Te hablaré de Ulises. Agárrate, hoy nadaré más deprisa.

 

 

TERCER RELATO

EL CORONAVIRUS DE DANTE

(Enrique Graza Grau)

 

Aquella tarde se ofrecía la vida con fervor casi religioso: intensa, ebria de sueños e ilusiones. Dulce, acudió a la URJC en su Fiat 500 con cierto sopor de lunes, lunae dies, día de la luna y del sueño. Dejó caer con brusquedad su bolso sobre la mesa corrida color verde manzana, como lo hacía cada mañana antes de comenzar la primera clase. La luz se deslizaba por los ventanales de sur a norte: iluminaba y acariciaba sus brazos morenos como una delicada pluma de luz que le tensaba los poros de su piel, creando en ella una cierta textura, casi sensual. Desde el asiento de atrás, le observé de reojo mientras la luz se reflejaba en cuarto creciente sobre la cara de mi compañera. Cómplices, amigos, amantes; comenzamos el viejo juego universitario que consiste en hacerse los desconocidos, aunque nuestro fin de semana fue largo y maravilloso, nuestro secreto, era eso, un pequeño juego que nos colocaba en situación privilegiada para escuchar con sarcasmo interior las confidencias de clase. En nuestro grado, Derecho; el cuarto curso es un buen año: si miro por el retrovisor y veo lo superado desde que era niño hasta hoy, me siento bien, en el cénit; si lo miro hacia adelante, observo el precipio magnético por el que debo saltar para sobrevolar el paisaje imprevisible de la vida.

            El fin de semana furtivo lo pasamos en una bonita y pequeña casa adosada: exteriores de cemento blanqueado y, vigas de ornamentación habituales en la arquitectura de montaña durante los años setenta. Fue mi regalo sorpresa para celebrar su veintiún aniversario: fin de semana en una pequeña casa de montaña en Navacerrada que arrendé mediante Airbnb. Desayunamos en su pequeño jardín soleado, con olor a hierba recién cortada, en aquella mañana casi de estío. 

            —Tú padre es médico, ¿qué opina del coronavirus? No sé cómo ha podido ocurrir en Italia una tragedia de esa envergadura; estoy segura de que es por la falta de calidad de su sanidad: la gente que conoce bien Italia, me ha contando que es bastante caótica. Supongo que en España, con nuestra logística sanitaria y los hospitales que tenemos, esto esto se ataja en cuestión de días y quedará aislado en las UCIS.

            —Eso dice mi padre; probablemente se trata de un virus similar al de la gripe, con una capacidad de contagio más elevada, pero controlable. Hasta el momento los sanitarios en España no tienen mucha información sobre el COVID-19, solo la experiencia de urgencias y la información que dan los medios de comunicación. Está convencido de que Europa tiene recursos para atajar éste o cualquier otro virus que pueda irrumpir —comentó Juan, sin dejar de mirar a los ojos de Dulce, mientras recordaba su forma de andar descalza por la casa y le vencía el aroma a gel La Toja—. El hombre, la ciencia y la razón en pleno siglo XXI, están por encima de este tipo de anécdotas sanitarias.

            —Sí, Juan, pienso cómo tú; aunque los agoreros están ganando horas de televisión metiendo miedo al pueblo, creo que no debemos alarmarnos. ¿Qué vamos a hacer cuando aprobemos el examen de Estado para acceder al ejercicio de la abogacía? Mi padre, tiene unos ahorros y va a dejar el restaurante en el que trabaja para montar su propio negocio: podemos ayudarle con la asesoría. Después de tantos años de maître, tiene amigos, clientes y conocidos, que saben de su profesionalidad y no le costará encontrar financiación para salir adelante hasta la jubilación. Será un buen momento para que montemos nuestro bufete; no creo que nos vayan a faltar clientes, y si tenemos un poco contralados los gastos, seguro que sacamos un sueldo cada uno—dijo Dulce, inspirando el olor intenso del chocolate caliente, mientras hundía el croissant en la taza y dibujaba en las comisuras de los labios un delicioso bigotillo, que aprovechaba para limpiarle en cada viaje con mi servilleta.

            Anduvimos hacia el mercadillo dominical en la explanada. La arena seca espolvoreaba nuestras zapatillas New Balance: las mías azules, las suyas de color rojo. El sol golpeaba sobre los toldos en los que nos refugiamos entre discos de vinilo; cantaros de leche pintados a mano de flores de colores para reutilizarlos como paragüeros; hamacas recién barnizadas versaban con un brillo tan seductor y envolvente, que obligaban a llevártelas como si se tratará de una joya del mercado Porta Portese de Roma. Una vez adquirido lo que sea, el comprador caía en la cuenta de que el objeto no tenia ni funcionalidad, ni espacio en su vivienda. Bajo la sombrilla de lona, cogí un viejo espejo de latón que me llamó la atención; el vendedor me sonrió complaciente pensando que la joya iba a ser mía. En ese instante, sentí una punzada sobre mi espalda, como si un enemigo invisible me abrazará para derribar mi pequeña torre de marfil, la joya de mi vida. Mientras paseamos cogidos de la mano junto al pantano de Navacerrada, alejados de nuestros compañeros de clase y nuestras familias, tan distintas y distantes; disfrutamos sintiéndonos adultos, pensando en un futuro seguro que tocamos con los dedos. Mi padre, es hombre de viejas costumbres, muy familiar, con gustos tradicionales: Semana Santa, Domingo de Ramos y Misa del Gallo. Sus padres, según me contó Dulce, son de mundos y educación muy distinta a los míos. Mi madre entre semana está siempre muy ocupada: gimnasio, organizar la comida, clases de yoga, algunas compras, té los miércoles con partida de bridge y los jueves visita a museos o conferencia. Cuando conocí a los padres de Dulce, me impactó su apariencia de jóvenes-adultos, aunque son mayores que los míos. Sus padres están divorciados y casados de nuevo; tienen, como se dice ahora, muy buen rollo. Dulce nunca sintió desazón por su divorcio puesto que no se lo hicieron notar: siempre son cariñosos y complacientes con ella; ayunos en críticas reciprocas; cualquier opción fundamental en la vida, la deliberan entre los tres. Funcionaban como un consejo de administración familiar en el que cada consejero, una vez terminado el trabajo, regresa a su respectiva casa y quedan de vez en cuando para jugar a tenis o tomar una copa. Sus padres acostumbraban a pasar Nochebuena juntos —con sus respectivas parejas, sin dificultades emocionales, viejos apegos o celos; son una auténtica moderm family. Para mis padres el perfil de vida de la familia García no les iba a resultar resultar criticable, pero seguro que bastante pintoresco. 

            Mi padre trató aquella semana algunos pacientes en neumología que presentaban síntomas de gripe atípicos. Nos dijo cenando, mientras partía el pan con la mano como los antiguos cristianos, que los enfermos “derivaron en neumonía bilateral con una rapidez injustificada”. Aquel lunes estaba desazonado, débil y deprimido. En veinticinco años de profesión había visto morir a muchas personas, pero no de forma tan rápida y fuera de estadísticas, como ese fin de semana en el que le tocó el infortunio del turno de guardia mensual. El padre de Dulce, llegó a casa ilusionado porque había recibido financiación para montar en la calle Goya una estupenda vinacoteca y pudo pagar los tres meses de alquiler por adelantado. Como una caída en espiral por los círculos del infierno de Dante Alighieri, se sucedían las noticias en los medios de comunicación aquella noche de lunes: “aumenta el número de infectados”; “Estamos en estado de alarma”; “España confinada”… 

            Nuestros padres quedaron confinados en sus domicilios con un diagnóstico telefónico “coronavirus, no concluyente”. Tomamos la decisión de confinarnos juntos en el apartamento que tenían mis padres para alquilar en Conde de Peñalver y evitarnos el contagio; parecía que el mundo se hundía: salud, trabajo, sueños, deudas, esperanzas… Sobre la mesa de fumador, mi padre olvidó un libro: La Divina Comedia.  Autor, Dante Albirio. Traducción, A. Echevarría.  Leímos cada terceto con un buen vino y la compañía de Dante y Virgilio.

            —¿Por qué ahora, Juan? Nuestros padres con sus defectos y debilidades, como cualquier ser humano; han sido buenas personas ¡No se merecen esto! ¡Ni nosotros, ver truncados nuestros sueños!—dijo, Dulce mientras las lágrimas discurrían por el contorno de su mejilla redonda—. Todas nuestras ilusiones se han desplomado en unas horas. El mundo ha cambiado.

            —Eso ¡No! ¡No te desanimes, nunca! Como Dante y Beatriz, nuestros padres y desde luego, nosotros; ascenderemos al cielo en mundo nuevo y mejor. Treparemos por la soga del amor, el respeto, la generosidad, el esfuerzo y el sentido de la justicia, Dulce. No pierdas la esperanza ni por un segundo. El exceso de confianza en el hombre, nos lleva a la desesperanza. De esta experiencia vamos a salir reforzados, ni lo dudes. Tanto nosotros como nuestros padres, amigos, compañeros y compatriotas tomaremos asiento en el paraíso que describe Dante. Piensa lo siguiente: si podemos sacar conclusiones positivas de esta tragedia, la principal es que entramos en una nueva era. Como dice don Quijote: «No es un hombre más que otro, si no hace más que otro»; y, todas nuestras ilusiones se van a cumplir en los tiempos previstos y fuera de la dictadura de lo banal. Quizá caminemos juntos por sendas que no imaginamos; quizá salgamos de la rueda que nos hace vivir para producir de forma mecánica; quizá, nos amemos mucho más que antes; quizá nos daremos cuenta de lo importante qué es en esta vida, Ser; querida, Dulce. Quizá vivamos en aquella pequeña casa de Navacerrada y teletrabajaremos a la sombra de la montaña; quizá tengamos tiempo para pasear, para comprar el pan recién horneado, oler las flores, disfrutar de los paisajes, jugar a las cartas con la gente del pueblo. Quizá, efectivamente, comencemos la era de la muerte del superhombre y el nacimiento del humanismo.

 

 

SEGUNDO RELATO

¡Y… CUANDO TODO ESTO ACABE! 

(Mar Montón García)

 

Aún recuerdo la Nochevieja, al final de la última campanada, cuando nos comimos la última uva, la doce, consiguiéndolo un año más sin ahogarnos, todos, copa en alza y grito en alto, brindábamos alegres, contentos y emocionados por el nuevo dígito que uníamos a esa fecha tan mágica que estrenábamos, comenzaba el nuevo año 2020. Y como siempre nos enorgullecíamos de decir: ¡éste sí, éste será un año fantástico, éste será mi año! cada uno el suyo, ¡¡¡eso sí!!!

Pero, no sé, había algo en mí, esa sensación de brujería que tenemos algunos miembros de mi familia, que algo me quería transmitir, una desazón… algo…

Y comenzamos un mes de enero, con las pilas cargadas, a trabajar, a comenzar la recta final hacia el verano, que sí, que los docentes, en este primer mes ya vemos los resquicios de la orilla de la playa, ¡¡¡nos puede el deseo de un buen chapuzón!!  y es que acordaos: ¡¡¡en Madrid no hay playa!!!

Y mi sensación, mi nerviosismo interior, ese que no queremos escuchar, ahí seguía.

El mes de febrero se iniciaba con un sol radiante, mucho calor para esta época del año, como no paraban de repetir en el tiempo de la tele, y todos tan contentos, cual caracoles salíamos a las terracitas, a pasear, al sol madrileño; seguíamos corriendo de aquí para allá, los del norte al sur, los del este al oeste, los que trabajan en un lado que viven en otro, esos atascos tan característicos que a las seis de la mañana la entrada a la capital ya está hervida por los coches que abarrotan las M’s que ya he perdido la cuenta de cuantas hay, las R´s…. un ir y venir…; y entre tanto comenzamos a escuchar noticias provenientes de China y decíamos… ayyy, ay, esos chinos qué cosas comen, y dejamos de ir a sus comercios y sus restaurantes bajaron su afluencia…. pero ¡¡plof!! de repente, éstos se fueron ¿no era raro que los que trabajan tanto, cerraran sus comercios? y ahí se quedó… nosotros seguíamos viviendo, fluyendo… eran otros los que debían preocuparse.

De repente… algo nos alarmó, en Italia, nuestro país vecino… comenzaba a deteriorarse, a desbordarse, a resquebrajarse… y todo comenzó a ir mal… nada fluía, nada seguía y todo comenzó a ir pausándose, en cámara lenta y comenzamos a ver nuestra triste película del desastre.

Ciertamente somos protagonistas de la mayor superproducción mundial, España en alerta máxima, todo se paraliza, y nadie podía creérselo, ¿dónde está ese país tan evolucionado que tiene la mejor sanidad del mundo, donde los sanitarios son los máximos preparados a nivel mundial?

Y la respuesta es clara: ellos siguen, ahí están dándolo todo, incluso cuando las fuerzas les fallan, porque son los héroes de este país único, único por su gente, pero maltratado por su política, herido por el orgullo y vapuleado por la arrogancia de aquellos que no supieron cuidar a los que hoy nos protegen y nos resucitan. Y no importa el color de quienes en las urnas hayamos elegido, ninguno en ese vaivén de trastos que se tiran a la cabeza ha sabido en un algún momento de su “política vida” curar las heridas que hoy están abiertas.

Y todos nos recluimos en cada casa, sí, nuestras casas que hoy llamamos hogares porque nosotros, los madrileños pasamos muy poco tiempo disfrutando de esas nuestras cuatro paredes que hoy nos recogen, nos cuidan y nos protegen.

Y es que aunque cada día nos despertemos pensando que estamos viviendo una pesadilla, de repente nos hemos convertido en protagonistas de nuestra propia película, y todos, vecinos del barrio, conocidos, amigos… vivimos el mismo filme y queremos tener un bonito final… aunque haya momentos en los que las fuerzas no nos acompañen, pero ahí tenemos la esperanza presente en los jóvenes, en esos pequeños adolescentes y niños que son el ejemplo de este país, su futuro, los que cuando veamos las arrugas marcadas en nuestro rostro también nos protegerán tanto como lo estamos haciendo con nuestros mayores; la juventud, a la que les hemos pegado las alitas al cuerpo, a los que hemos guardado en nuestras jaulitas sin barrotes para que tengan un futuro limpio, ellos sabrán hacerlo mejor, más fácil.

Un futuro que todos debemos crear, porque a partir de ahora, todo vuelve a empezar, porque mañana cuando todo acabe…. seremos iguales pero distintos, felices pero melancólicos, fuertes, pero sabiendo que tenemos debilidades, pero que unidos, juntos, podemos lograrlo.

Cambiar, cambiaremos, ojalá nos transformemos en mejores, manteniendo nuestra esencia, que el orgullo lo cambiemos por compresión, que la hipocresía evolucione hacia la tolerancia y que podamos crear ese tan anhelado mundo mejor, la naturaleza, la vida, la ciencia… o algo más fuerte nos ha puesto a prueba, demostrémosle que no se equivocó en situarnos en lugar en el que nos encontramos, aprovechemos el momento que la vida nos ha ofrecido, por nuestros mayores y, sobre todo, por los jóvenes, seamos el ejemplo de un futuro mejor.

 

PRIMER RELATO

-“UN TIMBRAZO NOCTURNO EN MEDIO DE LA PANDEMIA”-

(Javier Barraca Mairal)

 

De pronto, en mitad del hondo silencio de aquella noche, alguien quebró su sueño con un timbrazo sonoro y violento.  Sí, aunque pareciera imposible, era su propia puerta la que temblaba con la sacudida de aquel inusitado ruido. Ella se asustó, imaginando algún inesperado y oscuro visitante, en medio de su fantasmagórico edificio que sabía vacío a causa del coronavirus.

 Fue un timbrazo enérgico, iracundo, como un puñetazo inadvertido y despiadado sobre un ojo indefenso. Sonó una única y terrorífica vez. Pero esto bastó para sembrar de temor el corazón de la solitaria inquilina. Ella no supo levantarse a tiempo y alcanzar a observar a través de la mirilla a su autor. O no logró hacerlo con la presteza necesaria. O, quizás, más bien, retardó sus pasos temblorosos un tanto inconscientemente, hasta la entrada, a fin de no encontrarse cara cara con la desconocida presencia que anunciaba aquella llamada misteriosa.

 Permaneció, tras su propia puerta, helada por el susto un buen rato, sin atreverse a abrirla o preguntar quién era. Intuyó que tampoco debía mirar por el orificio enseguida, que si lo hacía se arriesgaba a enfrentarse a una visión terrorífica. Por ello, tras un largo, casi infinito instante de permanencia petrificada en su hall, regresó al lecho sobrecogida, mientras sentía un profundo escalofrío recorrer su cuerpo.

 Después de la declaración del estado de alarma, tras varias semanas de confinamiento domiciliario, su edificio constituía una mole espectral que había quedado casi inhabitada. No permanecía nadie en su escalera, o a decir verdad una única y animosa vecina bastante mayor en el piso más alto. Las dos se habían encontrado en el supermercado y bromeado, afirmando que el coronavirus no les daba miedo, que no le iban a abrir la puerta, que no podría con ellas, pues eran ya las dos únicas personas resistentes de su bloque que no habían huido. Movida por este entusiasmo, su compañera le anunció incluso su propósito de suspender de la terraza un cartel con el lema: “Ríndete, coronavirus. Te derrotaremos, ayudándonos mutuamente”. Pero su vecina jamás la habría molestado, en medio de la noche, de esa forma, pues ni salía ni entraba a tales horas, aparte de que vivían en plantas separadas por una extensa distancia.  ¿Precisaba, ahora, tal vez, de algún tipo de solidario y urgente apoyo? Como tenía su móvil, por si acaso, con dedos trémulos e intranquilos, le preguntó por whatsapp si se encontraba bien; mas no obtuvo respuesta. Claro, no es momento para mensajes, se dijo, estará dormida. ¿Quién, entonces, venía a llamar a su puerta? El acceso al portal a esa hora, las cuatro de la mañana, estaba vedado a todos, salvo a los residentes.

 Ya entre las sábanas, se cuestionó si el inesperado visitante habría encontrado abierto por error el acceso desde la calle y si, tras aquella llamada frustrada, se había apresurado a marcharse. Ojalá… Sin embargo, también existía la tenebrosa posibilidad de que aún permaneciera allí, en la escalera, esperándola, en su propio lado de la puerta. Comprendió que no iba a poder dormirse de nuevo, se levantó y avanzó poco a poco hasta situarse otra vez frente a la entrada. Aunque esta vez, no encendió la luz. 

Apoyó su oído, con ansiedad, contra la madera, intentando percibir algún ruido, algún susurro, la respiración de alguien… Pero no captó nada. De pronto, imaginó que el visitante nocturno aguardaba, en las sombras, agazapado detrás de la puerta, esperando a que su curiosidad venciera el inicial temor y ella la abriera imprudente, franqueándole el paso.

Retrocedió varios metros y permaneció hierática. Estaba allí todavía, seguramente, pensó. No, no debía abrir la puerta. Resultaba peligroso, suicida. Cuando volvió a la cama, lo hizo consciente de que no lograría cerrar los ojos. Su cuarto se llenó del horror que la atenazaba. Incapaz de dormir, inquieta, tomó de nuevo su móvil y telefoneó a la policía. “Será algún vecino que se ha confundido”, fue la respuesta del agente. De nada valió que insistiera en que estaba prácticamente sola, en medio de un bloque despoblado.

 

 A la mañana siguiente, el encargado de la limpieza descubrió los dos cadáveres. Sobre el último tramo de la escalera que llevaba al portal del edificio, yacía muerta la vecina mayor, con dos graves heridas en la cabeza. Frente a ella, su joven amiga, igualmente fallecida, reposaba unos escalones más atrás, con una mirada desencajada de pavor. Una mascarilla revestía parciamente su rostro y unos finos guantes sus manos. Ninguno de aquellos elementos preventivos había podido librarla del terror. El forense dictaminó que la segunda había muerto por una caída, provocada probablemente por el susto tras su descubrimiento de improviso del cuerpo inerte de su vecina. De hecho, la primera parecía haber buscado auxilio en su último instante, llamando a la puerta de la joven, pues el timbre de esta se encontraba tintado de sangre, así como la barandilla próxima. La anciana debió darse un golpe en casa y bajó a pedir ayuda. Pero la otra no había abierto (seguramente, a causa de una excesiva, desmedida prudencia, en la que se incurre en momentos de alarma social). Y, cuando se decidió a hacerlo, ya era demasiado tarde. Para entonces, la mujer herida había vuelto a golpearse y esta vez de un modo irreparable. La curiosidad llevó a la chica a abrir finalmente y a descender un tanto a fin de investigar lo sucedido. Al encontrarse el cadáver, entre las sombras, se asustó enormemente, sufrió un ataque cardíaco y se precipitó contra los duros escalones, perdiendo el sentido hasta morir ella también desangrada. 

 

 No, ninguna de las dos fallecidas padecía irónicamente del coronavirus que las tuvo enclaustradas. Y, sin embargo, este invisible y astuto monstruo había logrado cobrarse implacable sus vidas. Eran dos víctimas más a sumar en su siniestro haber, aunque en esta insólita ocasión lo consiguió sin siquiera infectarlas, las mató a distancia, incomunicándolas y aislándolas por medio del miedo. No figurarían nunca en sus letales estadísticas. Sin ellas, ahora, en aquel edificio no restaba quien pudiera oponerle resistencia alguna; había vencido del todo, a pesar del ingenuo lema del cartel que contra su poder había ingeniado una de las dos. Aquella mole de cemento, al igual que otras muchas, se había transformado en un absoluto desierto. 

 Pero, a pesar del trágico desenlace, cual un simbólico e irreductible adversario, el desafiante cartel de la vecina mayor todavía permaneció en su lugar, a la vista, durante mucho tiempo. Esto, sin que las autoridades advirtieran la paradoja que representaba su existencia. Por fin, cierto día, el viento lo desprendió y este recorrió volandero las calles cercanas, portando su alegato rebelde y llenando de ánimo a quienes leían su esperanzador mensaje, pues ignoraban el fatal destino de su autora. Cuando la pandemia fue, en efecto, derrotada, alguien se topó con él por azar, lo recogió respetuoso de la acera y se lo guardó. Quiso conservarlo en recuerdo de aquella sufrida lucha, de esa dura batalla contra el funesto coronavirus en cuyo curso no faltaron episodios tan singulares y desconcertantes como el aquí descrito.

Modificado por última vez el Viernes 05 de Junio de 2020 a las 12:45