En Ciudad Real ya llevamos algo más de una semana en Fase 1. En mi pequeño pueblo de 4.000 habitantes hemos notado el cambio. Lo he visto en las miradas atónitas de mis vecinos al poder salir más holgadamente, en la alegría incontenida de los abuelos al volver a ver a sus nietos, o incluso en la extrañeza de los movimientos de la gente al sentarse en una terraza. Algo que antes nos parecía tan normal como quedar con unos pocos amigos en una casa o ir con ellos o en familia a la terraza de nuestro bar favorito, ahora se nos hace tan extraordinario como la propia situación.
Poco a poco volvemos a nuestra vida, la de antes, la que una pandemia nos obligó a poner en pausa. Estábamos demasiado acostumbrados al continuo contacto con nuestros seres queridos. Ahora, valoramos más aquello que aún no podemos tocar, pero que igualmente nos llena el alma. Las risas, las miradas cómplices, las anécdotas acumuladas o las sensaciones de estos meses, son algunas de las cosas que estamos empezando a compartir sin la intermediación de una pantalla.
Muchos sabíamos que se nos iba a hacer extraño volver a esta normalidad, pues el ser humano se acostumbra a todo, y el confinamiento aún estaba cargado de un sentimiento parecido a la seguridad y la certidumbre, frente a un mundo exterior amenazante. Sin embargo, algunos amigos han adivinado nuestra sonrisa por el achinamiento de nuestros ojos, y hemos valorado un simple “hola” como una gran muestra de cariño. Porque sí, nos acostumbramos, pero necesitábamos cariño, ese que va más allá de los mensajes de texto y las imágenes. Necesitábamos volver a la vida en directo, aunque conscientes de la responsabilidad que se ciñe sobre nuestros hombros. Entre todos estamos parando al virus, lo estamos consiguiendo, pero sus cifras aún nos pesan. Los cambios que hemos tenido que afrontar, también nos señalan con una mezcla de tristeza y resignación. Pero ya se ve la luz, aunque no brille del mismo modo que antes, salimos de la oscuridad.