Recuerdo el primer día que salí con mi hermana de 12 años a dar un paseo en mi pequeño pueblo en la provincia de Ciudad Real. Aquel domingo era un día nublado donde las calles nos respondieron con el silencio que llevaban semanas acumulando. De vez en cuando, algún vecino salía por la puerta de su casa, mascarilla puesta y cesta de la compra. Volver a saludarles se me hizo extremadamente extraño. Sentí ese placer que da la comunicación más allá de estas pantallas a las que el confinamiento nos ha atado. Sí, era posible estar más hiperconectado que lo acostumbrado en esta sociedad red.
Valoré como nunca las pequeñas muestras de afecto que empezaban a florecer, como las flores en este campo amarillo del que ya se maravillaba Antonio Machado. Ver las sonrisas de mis vecinos, percibidas por los ojos achinados, fue un soplo de aire fresco tras un aislamiento para el que nadie estaba preparado. Pero empezamos a salir, a volver a ver el mundo, ya desde otra perspectiva, la que da el sacrificio y la ausencia de lo que considerábamos normal. Las cosas se han vuelto extraordinarias, nos sentimos conectados por una desgracia que se ha llevado a muchos vecinos y vecinas, compatriotas anónimos que son mucho más que un número.
Y ahora nos estamos desescalando, quitándonos el polvo y volviendo a dar pasos, en paseos y hacia lo que éramos antes. Muchos llevamos semanas viviendo de recuerdos y soñando despiertos, es normal, necesitamos estímulos y la vida ahí fuera está llena de ellos. Poco a poco nos iremos acercando a esa meta en la que nos reencontramos y los abrazos cobran un nuevo significado, uno mucho más intenso. Volveremos a emocionarnos al ver ese campo amarillo, esos mercados donde las voces se mezclan y la amabilidad se mece entre dependientes y clientes, esos balcones desde los que hemos vivido, que ya no pasarán desapercibidos. Nos volveremos a ver.